por Yair Magrino.
Hablar
solos es una novela –bellísima, por cierto- que un descuidado análisis puede
concluir con que se está hablando de una muerte. Es cierto, hay una, pero
siempre que se está hablando de la muerte, de manera inevitable, se habla de la
vida.
Las tres voces
involucradas se interceptan, se cortan, se pliegan o rellenan, y es así como la
trama va construyéndose. El padre, Mario, deja una grabación con sus reflexiones,
un regalo póstumo que no sabemos si es para Elena, su mujer o para su hijo
Lito. Pero está, y Neuman logra captar la esencia del discurso hablado,
errático, contradictorio, lleno de interrupciones y cambios de ritmo. De Lito
nos deja ver su monólogo interno, en el que la ternura por la simpleza y la
ingenuidad se hacen inevitables. Elena escribe su bitácora de muerte: una
especie de diario íntimo en el que logra, o al menos intenta, hacer su catarsis
ante la idea de la pérdida. Y es además allí, donde anota –y nos hace saber-
pasajes de sus lecturas en los que la muerte, la pérdida y la enfermedad no
sólo están presentes, sino que son tema central. Dice: “Me pregunto si, quizá
sin darnos cuenta, vamos buscando los libros que necesitamos leer. O si los
propios libros (…) detectan a sus lectores y se hacen notar.” Y más adelante,
Elena agrega: “Leo sobre enfermos y muertos y viudos y huérfanos. La historia
entera de los argumentos cabría en esa enumeración.”
Mario está
enfermo y sabe que no tiene mucho por delante. Es el punto de partida y la
excusa para llevarse a Lito de viaje, con la intención de poder implantarle un
recuerdo, dejarle algo a lo que su hijo pueda aferrarse más adelante. Muchas
civilizaciones y tribus han instituido ritos de iniciación para marcar, de
manera inequívoca y precisa, el pasaje de la niñez a adulto, la transformación.
Este viaje, es uno de ellos. Lito, con el pasar de las páginas, nos va acercando
a su ingenuidad y, gracias a ella, nos duele su soledad futura, su dolor
futuro. Lo primero que leemos es: “A papá le da risa verme así de contento”. Y
a partir de ahí, la empatía se despierta y nuestras condolencias comienzan.
Elena es
relegada en la aventura. Ella queda sola. “Mi marido ya sé que no va a volver”,
dice ella en un intento por racionalizar la tristeza. Su marido ha quedado
reducido a una versión disminuida, pequeña y tal vez sea esa rabia, la de ver
al león vencido, al león flaco, la que la impulsa a emprender su propia
aventura: Elena comienza un romance con el médico que está tratando a su
marido. Se mezclan de un modo natural, la necrofilia, la morbosidad y la perversión.
El verdadero hallazgo de Neuman, en mi opinión, es permitirnos transitar todo
aquello justificándola. Elena encuentra en el sexo su venganza y su redención.
¿Qué puede
decir alguien que se muere, alguien que tiene una fecha cercana y cierta para
su muerte? Mario recuerda, piensa, y llena los huecos del pasado. Se vislumbra
el reproche por el tiempo perdido o las decisiones mal tomadas. Pero sobre
todo, sus palabras nos van quitando el aire, no sólo por todo lo que podría haber sido y no es, sino por el propio
límite de la muerte.
Uno de los
pasajes más lúcidos –si es que acaso pudiese resaltar alguno en este gran libro
de Neuman- trata sobre las reflexiones acerca del duelo. Los quehaceres
mundanos se comen el dolor. Neuman le hace decir a Elena: “Cuando las cosas
ocurren debemos ocuparnos de ellas, y esa ocupación es su anestesia”. El duelo
nos ha sido arrebatado, dice en un párrafo, y se ha convertido en tabú como la
pornografía o el sexo lo eran siglos atrás.
Y elijo
ahora, una serie de silogismos que pasan por poesía, en el que Elena se debate
interiormente sobre el destino final de las cenizas de su marido. “Nunca
sabremos dónde anda nuestro muerto.
Un árbol se
queda quieto. El mar vuelve. Tengo razón.
Pero un
árbol crece, el mar no. Tienen razón.
Pero un
árbol envejece. EL mar se renueva. Tengo razón.
Pero un
árbol puede abrazarse. El mar se escapa. Tienen razón.”
Y apartir
de ese despojo, en el que se encuentra ya sin nada tangible, ni siquiera un
ataúd o una lápida, que puedan tocar, es cuando el verdadero duelo comienza y
se abre, es tortuoso y aparentemente inacabable camino de la superación que
conduce al olvido. Es lo que ocurre con las muertes prematuras, dejan
demasiadas cosas en el tintero, como se dice, inconclusas, demasiadas palabras
atragantadas. Nos dejan, siempre, hablando solos.
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