Frascos de Paula Brecciaroli, comité de lectura del Premio Itaú de Cuento Digital.

Mira la planilla que está pegada en la pared y repasa las etiquetas de los frascos. Los lugares de procedencia y las fechas. Tacha dos renglones con el lápiz que tiene atado de un piolín sobre la planilla. Cierra la heladera y se pasa las manos por el delantal. Se las huele. Tienen el olor fuerte de los líquidos de limpieza. 
Agarra la escoba y el balde con detergente. Vuelca un poco de agua jabonosa en el piso y friega, mientras piensa en la polaquita. Su pelo se parece a las pajas de la escoba. Duro, amarillo, cuando recién se hace la tintura. 
Lleva el balde al baño, y sin prender la luz, lo vacía en el inodoro. Se vuelve a restregar las manos en el delantal. Esta vez con más fuerza. Mira el reloj. A las diez tiene que pasar a buscarla. Le gusta que lo vean con ella agarrada de la cintura, caminando por la costanera. Le gusta que lo vean los ex compañeros del frigorífico. Le gusta que lo vean todos los que salieron antes con ella. Para no ensuciarse con la grasa de la cadena, agarra un trapo y baja la persiana del local. 
Oler el cuello a la polaquita y quedarse con la mirada perdida en el bretel rojo del corpiño, absorbiendo su olor. Ese olor le gusta. 
Ahora, con la persiana baja, vuelve a la heladera. Como todas las noches, antes de irse, abre cada frasco para olerlo otra vez. Cierra los ojos y calcula cuándo la carne entrará en estado de descomposición. Cada vez se vuelve más preciso. Los cortes de carne le resultan fáciles de reconocer. El hígado y los riñones tienen sus trampas. Las achuras son complicadas, especialmente si uno se deja engañar por la vista. Huele el frasco siete, lo cierra y anota en la 
planilla la fecha y hora estimada. Los corazones son los más difíciles. Pueden pasar meses sin pudrirse. Hubo un corazón que lo hartó y terminó tirándolo en la alcantarilla. Pasó diez meses en el frasco. 
Pero ahora no quiere pensar en eso. Apaga la luz y vuelve a pensar en el olor de la polaquita.

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