Sucio de tomate de María Ferreyra.

Estás ahí. Bajando de un tren, bolso en mano. En el andén no queda nadie, excepto ellos dos: la Comadreja y el Rubio, quienes te fueron a buscar. Tanto tiempo sin verlos; con ella fuiste pan y cebolla. Caminan unos metros por la calle de tierra, sentís el olor húmedo de la vieja estación del ferrocarril. Cuando suben al auto, descansás la nuca sobre el asiento, suspirás. Y ahí recién, arranca la historia. 
- Vos pibe, igual – te dice el Rubio de reojo con una mano en el volante. 
- Casi, tal vez el mismo – le respondés desde el asiento del acompañante. La Comadreja desde atrás te tira del pelo con una suavidad maliciosa. 
- No te hagas. 
El Rubio te cuenta que está encargándose del regado de una de esas plantaciones. Mirás a tu derecha y ves allá afuera su modesta parcela con uno y mil repollos pasando en hileras impecables. Lo más parecido a una remera a rayas. 
- El repollo es lo peor – agrega-. Le brotan yuyos bien al ras de la tierra y para limpiarlos se te parte la cintura. 
- ¿Decís que estamos viejos? – replicás sin quitarle la vista al campo. 
- Puede ser. Igual hoy se usan unas máquinas que son un lujo y te cagás de la risa. Les damos con eso a los yuyos y después paso con el riego. 
- Qué bueno – decís. 
La Comadreja mira por el retrovisor y sonríe. 
- Che, flaco, tenemos algo para contarte. 
- La noticia más nueva –te introduce el Rubio con suspenso. 
- Nos casamos en unas semanas. 
Los novios sonríen y vos decís: ¡Epa! 
Te acordás de la época en que estabas enamorado hasta la médula de la Comadreja. Qué 
recuerdo lógico e inoportuno... Uuh, te da un silencioso puntazo en el pecho. Tenés una imagen nítida de ella: una foto carnet que te regaló y que cabe justo en la solapa de tu billetera. ¿Por qué llevas todavía esa foto? No tenés idea. Tendrá valor sentimental. Qué triste, qué tremendo, qué trompada. A veces es una pena, pero existe el pasado. Un pasado que te alude y al que ahora intentás enterrar a paladas enormes para seguir la conversación: los detalles del casorio, la familia, los amigos, la comida, la música. Una felicidad ajena que corre como una gorda escandalosa hacia vos, de frente derecho a vos, y te besa en tu boca de muñeco de torta. 
Uuh, otro puntazo en el pecho. Estás mal, te despabilás como podés –hundirías la cabeza en un balde de agua- y volvés a la conversación con el Rubio y la Comadreja: los novios. Será el calor, las horas de viaje en tren. Algo te pone un poco idiota. Suspirás. Volvés a acomodarte en el asiento. Afuera todo se ve tan naturaleza sabia. Paz, amor y repollos. Nunca te gustaron las noticias repentinas, o sí, pero hoy no tanto. 
El Rubio es un morocho casi carbón que maneja su auto con dominio, como un jinete que se sabe más fuerte que su caballo. La Comadreja es una rubia de pelo corto y flequillo. Cuando tenía diecisiete años –o sea, cuando se sacó la foto que guardás en tu billetera- las pecas se le notaban más. Sigue igual de linda, lo sentís en tu cuerpo. 
Aunque, bueno, recapacitás para celebrar la noticia del casamiento. Te tomó un rato, pero recapacitás: 
- Hey, qué bien lo del casorio, mandenme la invitación – exclamás, fresco como un kiwi. 
El camino está bordeado de campo, cada tanto alguna vaca, algún arbolito, algún otro repollo. Cuando llegan a la casa, el peso del viaje se asienta sobre tus hombros. Bajás del auto estirando los brazos y respirando todo el cielo azul del mundo. El Rubio te sorprende con una palmada y dice: Bienvenido a la naturaleza, sentite como en tu casa. Es una frase gastada, pero el Rubio la usa en serio. 
Pasás al baño. Ahí estás, frente al espejo. Te mojás la cara dos veces, humedecés tu piel como quien riega una planta al regresar de un largo periplo. Un legítimo ratón de ciudad, sacándose las medias y los guantes. Caminás por la casa: ambientes amplios, techos bajos, ventanas con cortinas rústicas, bibliotecas atiborradas de cosas. En la cocina, te reencontrás con la Osa. Ella te preparó un café grande. Se cambió el color de pelo pero sigue siendo una Osa indiscutible. Salen y te sentás en el verde, mirás la nada, la luna encendida, juntás los palitos que caen del pino que tenés encima. De pronto, una moto atraviesa el parque: es el Cuca. Se quita el casco: Sí, el Cuca. La misma pinta de simpático. Él es el que menos ha cambiado, casi jurarías que está idéntico. 
Hace muchos años, una noche, el Cuca llegó a tu casa en su moto. Vos dormías y tu abuela te despertó, diciendo: “El Cuca está llorando”. Tu abuela nunca tuvo muchos preámbulos, así que saltaste de la cama y fuiste a ver: ahí estaba el Cuca, hecho un niño. El perro del Cuca había aparecido muerto junto al auto de su padre. Esa noche casi no durmieron. Cuando amaneció, tu abuela los encontró en la cocina junto a unas tazas de café. El Cuca, roncando sobre su campera, y vos, hundido en la manga de tu pijama. 
Acompañás a la Osa para preparar la picada y abrir las cervezas. Te toca cortar la mortadela, “fetearla”. Con excepción de las bolitas de pimienta que se te interponen, la tarea es sencilla. Luego el queso, el jamón –tanto más dóciles- en cubitos. Te sale bien, te olvidás de vos. Le hacés preguntas a la Osa. Charlan. Desde la mesada podés ver el jardín, al perro que bosteza aplastado por la noche, al Rubio y a la Comadreja bajando cosas del auto. Juntos, los novios. Te das vuelta y le pedís al Cuca que te alcance el frasco de aceitunas que tiene junto a su mano. 
- Cuca, ¿te copás? - El Cuca accede. 
El mismo Cuca, camorrero de siempre, antes de volver a su lugar, se te cuelga de un hombro y te avisa al oído: El Rubio 1 – El Ratón 0. 
No te causa gracia. Pero te causa gracia. Lo mirás a los ojos y se miden. Le señalás el cuello con un escarbadientes. El Cuca se ríe y retrocede con ojos de cordero. 
- Después la seguimos – se escuda, siempre con la última palabra. Lo dejás ir. Te mordés la lengua y lo dejás ir. Luego, llegan las pastas. Fideos con salsa de tomate. Una delicia que no probás hace años. 
- ¿Será desde la última vez que vine? 
- Un ratón de ciudad hecho y derecho – te responde la Comadreja. 
Se ríen, te atragantás, toses, pero te seguís riendo. 
- Sos gente rara vos. ¿Cómo te puede quedar tan lejos un plato de fideos con salsa? 
La vida tiene muchos asuntos insondables. Éste es uno. Enredás los fideos en el tenedor, ayudado con un pan, y el futuro aterriza en tu mente. ¿Hacia dónde estarás yendo? ¿Cuál era el destino? ¿Estará bien así? En la distracción, te salpicás con salsa de tomate la ropa. La Comadreja te tira una soga: ¡Sal! Necesitás sal para que la grasa no se coma tu camisa blanca. Sí, pásenme la sal. Inmediatamente, el Rubio apoya el salero cerca de la Osa. Tienen algo con las supersticiones: la Osa apoya el salero cerca del Cuca. El Cuca te acerca la sal. Apoya el salero en la mesa. Y te sonríe. Rápido echás sal sobre la mancha. Que el tomate no se expanda. Con un dedo refregás la sal contra la tela. Arenoso. Tela. Mancha. Tomate. Uuh. Vas al baño para ver mejor qué está pasando. Te mirás en el espejo y la mancha rosada está a la altura del corazón... se ve tan cursi. Profunda e inolvidable como las cosas cursis. Pero vos confiás en la sal: la sal que -según dice la Comadreja- evitará que la camisa quede sucia de tomate. Apagás la luz del baño y volvés a la cocina. El Cuca te mira. Peor aún, está mirando la mancha: esa flecha roja que tiene más tiempo con vos y que querés arrancarte y olvidar. El Cuca no puede evitar anunciarte: El Tomate 1 – El Ratón 0. 
- ¡Justicia poética! – le aclarás antes de que meta otro bocado. 
Mañana será otro día. Ayer fue otro día. Sabés que hay un tren verde con asientos azules que te devuelve a tu casa. Hay una oficina con luz tubo que te espera. No hay perro, no hay gato. Hay un departamento limpio que alquilás. Te sentás otra vez alrededor de la mesa con ellos. El Rubio. La Osa. El Cuca. La Comadreja. A seguir compartiendo la noche, con una mancha de tomate. Sucio, vos. Cursi. Y aflojando, aunque en el fondo, cómo querrías tener un buen pedazo de virulana para rascar la tela, incluso agujerearla, atravesarlo todo y borrar hasta el último hilito infame copado de tomate. Cómo. 

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