El basquetbolista de Ricardo Romero, comité de lectura del Premio Itaú de Cuento Digital.

El basquetbolista 
Cortó el teléfono y se quedó mirando la pantalla muda del televisor. Por un instante no comprendió lo que esos hombres ridículamente vestidos con shorts largos y vistosas musculosas con nombres y números hacían. Estaban repitiendo la última jugada que había terminado con un doble y falta, a favor del número 20 de los San Antonio Spurs. Ernest Lawrence no alcanzó a comprender que esa jugada significaba la sentencia final para los Detroit Pistons porque la llamada lo había perturbado. Mientras el anuncio de Gatorade se repetía por vigésima vez, publicitando su nuevo sabor Purple Rain que se había convertido ya en su favorito (tenía cinco botellas en la heladera y una en la mano), el veterano basquetbolista se acomodó en el sillón como si alguien hubiese entrado en la sala y lo hubiese encontrado en una posición indecorosa. La voz de esa mujer tenía la rara cualidad de hacerlo sentir incómodo con su propio cuerpo. Tomó el control remoto para devolverle el volumen al televisor, pero la imagen continuó muda. Los Detroit Pistons ya no marcaban y el jugador de los Spurs picaba la pelota en el centro de la cancha, mientras se consumían los segundos finales. Ernest volvió a intentarlo varias veces más, y recién a la cuarta vez la voz del relator se hizo oír. Entonces miró el control remoto como si la voz saliera de ahí. 
Ernest había arribado a Buenos Aires hacía veinte años, en 1985, en los primeros años de la Liga Nacional, cuando el furor por los jugadores extranjeros había llegado hasta el más modesto club de barrio. Traído por un amigo de su infancia en Detroit, que a los dos meses se había marchado a jugar a Israel dejándolo solo en tierra extraña, Ernest se encontró jugando en una cancha de baldosas amarillas y rojas de un club del interior. Las tres cuartas partes eran rojas y amarillas, porque el resto no tenía color alguno. Y si bien Ernest no estaba acostumbrado a jugar en las blandas canchas de parqué de su país, sino más bien en las frías canchas callejeras con redes pesadas de hierro y piso de cemento, no pudo menos que sentirse desilusionado. Su amigo había exagerado un poco. Pero lo peor no era que hubiera exagerado las cosas para él, ya que Ernest no era pretencioso y se adaptaba con facilidad, sino que también había exagerado frente a los entusiastas directivos del club, en referencia a las dotes basquetbolísticas de su amigo. Y sí, Ernest era negro y medía más de dos metros, dos metros con tres centímetros para ser exactos, pero estaba muy lejos de ser la estrella que la gente del 
club esperaba, incluso para el modestísimo nivel del torneo local. Para colmo, estaba el asunto de las baldosas que lo confundían, y ni hablar del hecho de que superpuesta a la cancha de 5 básquet estaban también la de voley y la de hockey sobre patines. Las líneas se entrecruzaban sobre el ajedrezado y resbaladizo piso del estadio, y en el nerviosismo de los primeros partidos le eran tan incomprensibles como los gritos de sus compañeros, del entrenador, de los directivos y de los hinchas reclamándole esas volcadas que todos esperaban. El desconcierto de Ernest ni siquiera se despabiló luego de varios pelotazos en la cara, mientras intentaba saber si estaba adentro o afuera de la cancha. Un par de meses después, luego de muy pocas volcadas y muchas confusiones, incluyendo un malentendido con la esposa de uno de los directivos, una rubia teñida que había empezado por acariciarlo por debajo de la mesa en una de las cenas del club y había terminado por arrinconarlo en la intimidad de los vestuarios varias horas más tarde, para ser descubiertos por el asombrado capitán de la pre-mini, el pobre Ernest se vio sin club, sin dinero para el regreso, y dueño de un aturdimiento de dimensiones cósmicas. Lo único que lo salvó de ser linchado la misma noche de la cena fueron su intimidante y exótica estatura y la enorme tristeza de sus ojos. Porque Ernest tenía los ojos más tristes del mundo. 
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Pero la desorientación tiene sus atributos, los que le permiten a la persona que la posee no darse cuenta de que la está pasando muy mal y de que todo indica que le irá peor, y por eso esa persona termina sobreponiéndose de manera prodigiosa. Ernest, sobreviviendo con la gracia melancólica y obstinada de un Buster Keaton atléticamente absurdo en el fin de la tierra, había hecho un largo recorrido hasta estar sentado cuan largo era en su sillón hecho a medida, con las piernas flexionadas y las rodillas a mayor altura que su cabeza rapada, en su departamento de un quinto piso de Avenida de Mayo. El partido había terminado con una nueva victoria de los Spurs y Ernest había asumido la derrota de su equipo, y aunque si bien eso lo contrariaba, no podía contrariarse del todo. Terminó de un solo trago lo que le quedaba del Gatorade. 
Hacía tiempo que Luisana Vieytes, una de sus mejores clientes, no lo llamaba. Ernest estaba acostumbrado a sus desplantes pero esta vez había algo inquietante en sus reclamos. Eran cerca de las dos de la madrugada y ella lo esperaba alrededor de las cuatro. La mujer no vivía muy lejos de su departamento en Congreso, pero su pedido exigía preparación. Ernest, esta vez, debía producirse. Volvió a llevarse su Purple Rain a la boca y se dio cuenta de que estaba vacío. Por un instante miró la botella como si la voz de Luisana Vieytes saliera de ahí. 
Un rato más tarde, parado frente al placard, revisaba una y otra vez buscando lo más adecuado. ¿Cómo podría disfrazarse de violador y asesino? La mujer le había sugerido que usara un pasamontañas, pero él no sabía lo que eso significaba y no se había animado a preguntar. Su castellano seguía siendo bastante precario, y su tendencia a la distracción no lo ayudaba. Finalmente se decidió por vestirse todo de negro; un pulóver de cuello alto, un joggins y zapatillas de básquet. Se cubrió con un sobretodo y se contempló en el espejo de cuerpo entero que le había recomendado un streeper con el que solía conversar las tardes de gimnasio. “Mirarse en el espejo es también ejercitar el cuerpo” le había dicho. Ernest se había mirado en los rutilantes espejos que cubrían las paredes del gimnasio y había asentido, no muy convencido. Sin embargo, el streeper ya le había revelado varios secretos del oficio que le habían sido de mucha utilidad, y le hizo caso. Se compró el espejo más grande que encontró y lo colocó en su habitación. Pero el espejo tuvo otro destino, en el que las palabras del streeper perdieron sin que él jamás lo supiera su pobre contenido metafórico. Magic Jonson, el Doctor J (su ídolo máximo), Larry Bird, Charles Barkley, Kareen Abdul Jabbar y su gancho del cielo, 
Michael Jordan con la boca entreabierta y la lengua afuera en esa odiosa y letal media sonrisa; Ernest se pasaba horas enteras ensayando los movimientos característicos de cada uno, sin pelota y vestido como si estuviera a punto de entrar a la cancha. Con el tiempo, más que adquirir un estilo basquetbolístico, se había convertido en un excelente mimo. Pero la noche en que Luisana Vieytes lo llamó a las dos de la madrugada para insultarlo y contratar sus servicios, los gestos y la indumentaria eran otros. Se miró largo rato subiendo y bajando el cuello del sobretodo, girando, observándose de perfil, poniendo cara de asesino y violador. Sus ojos seguían tan tristes como siempre. El sobretodo le quedaba algo corto de mangas y sus manos parecían más grandes de lo que eran. 
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Después de su paso fugaz por el básquet argentino, de vuelta en Buenos Aires y perdido por completo, Ernest se había encontrado un día sentado en un bar con un hombre gordo y sanguíneo que respiraba ruidosamente y no paraba de hablar y gesticular con sus enjoyadas manos, dibujando objetos hechizados y evanescentes en el aire ruidoso del café. Era un conocido de un conocido del compañero de pieza que le había tocado en la pensión donde había ido a parar en el Abasto. Ernest siempre tardaba en entender sobre qué le estaban  hablando, no sólo por la dificultad idiomática, sino también porque se distraía con facilidad. Y esa mañana de invierno, después de haber saldado sus cuentas con el hambre con siete medialunas que había pagado su interlocutor, junto con dos tazas de café con leche, no pudo evita perderse en los trazados de esas manos cubiertas de anillos que refulgían bajo la luz de la mañana que atravesaba el ventanal. El hombre también tenía un diente de oro y anteojos polarizados que le cubrían la mitad de la cara. Se llamaba Canelli. 
Canelli era director de películas pornográficas y esa mañana le había ofrecido trabajo. Después de explicarle que si bien era necesario hacer una prueba, aunque él ya había podido comprobar en el baño del bar, casualmente y por simple profesionalismo, la catadura de sus dimensiones, le dio una dirección y lo citó para dos días más tarde. En la prueba salió todo bien, y a la semana siguiente ya estaba filmando una película en la que lo único que alcanzó a entender fue que él era el chofer de una gran dama a la que, por supuesto, tendría que coger en reiteradas ocasiones. No hubo problemas en los primeros días, a pesar de la torpeza con que Ernest se movía en los trances en cuestión, cuando por casualidad las poses solían tener a la mujer en cuatro, tres o dos patas siempre de espaldas a Ernest. Pero bastó que la “gran dama” tuviera que acostarse de frente con las piernas levantadas apoyadas en sus hombros, para que interrumpiera la escena en pleno clímax con un grito destemplado: “¡Este negro me mira, me mira y no deja que me concentre!” “¿Cómo que te mira, Samy?”, le había preguntado Canelli, resignado frente a un nuevo desplante de su estrella. “Me quiere borrar con la mirada, este negro de mierda seguro me quiere hacer vudú, me quiere robar protagonismo.” 
Ernest, que a esa altura algo de castellano chapuceaba, intentó pedir disculpas prometiéndole que no la miraría, y luego de un buen rato en que entre todos lograron calmarla, continuaron filmando. Pero al rato tuvieron que interrumpir de nuevo porque el camarógrafo que hacía el plano general no pudo evitar que un sollozo ahogado se le escapara. Pidiendo disculpas abandonó el set (un departamento con las ventanas tapadas en Once) y se encerró en el baño. Canelli, que estaba sentado a su lado, se puso de pie y se asomó al ojo de la lente. Si no quedaba otra, filmaría él. Pero ni bien retomaron, el plano le mostró a la gran dama despatarrada sobre una cama redonda y roja y a Ernest yendo y viniendo torpemente, con la cara vuelta hacia él, mirando sin ver, se entiende, por pura casualidad. Si Canelli hubiese estado haciendo una película de autor, de seguro hubiese quedado encantado con la iniciativa azarosa del actor, pero no lo era. El corazón se le subió a la boca al encontrarse con la cara negra e impasible de Ernest y sus tremebundos ojos tristes. La filmación duró una semana y media, y 
con el final del rodaje terminó también su vertiginosa carrera como actor pornográfico. No hubo caso, por más que mirara a otro lado o la mujer estuviera de espaldas, la imaginación de la gran dama se había apoderado de sus ojos de pantera herida como si quisiera ser dueña de todo el terror que provocaban. 
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Era como si todos estuvieran ansiosos por ser los acreedores privilegiados del anómalo maltrato de sus ojos. Sin embargo, a pesar de los que sus ojos habían hecho a favor y en contra de su suerte, Ernest no sentía más que curiosidad. Al subir al ascensor cubierto de espejos sus ojos se enfrentaron a sus ojos. “Tristes” pensó. “Tristes” dijo, y fue como si llamara a un perro y este no viniera. Después, mientras el ascensor llegaba a la planta baja, murmuró el nombre de la mujer que había reclamado sus servicios para esa noche. “Luisana Vieytes” dijo, pero este perro tampoco vino. El ascensor se detuvo y Ernest se quedó por un instante mirándose, la luz blanca del fluorescente le sacaba brillos parejos a su calva cabeza. 
La experiencia en el cine porno le abrió a Ernest los ojos (esos ojos que ni siquiera frente a una idea perdían su tenaz melancolía). Tenía que explotar su figura. Gracias a los consejos y los datos del camarógrafo sensible, pudo vislumbrar lo que le depararía el futuro. De hecho, el camarógrafo fue su primer cliente; en la semana y media que había durado el rodaje de Conduciendo a Miss D., mientras observaba a través de la lente la increíble torpeza de Ernest, había pasado del estupor al miedo, del miedo a la atracción, y de la atracción a un bochornoso amor, esa clase de amor hecha de culpabilidad y extrañeza que aturde a las personas maduras. 
El camarógrafo era un cuarentón solitario, pasado de peso y consciente de su poca y velluda fealdad; “una fruta pasada que descubrió tarde la trascendencia agridulce de su propio sabor”, como él mismo decía. Porque amar a Ernest le hizo descubrir su propia sensualidad, algo que sólo Ernest pudo contener con el luto impersonal de sus ojos. 
Durante dos años el camarógrafo contrato sus servicios al menos dos veces por semana, mientras lo ayudaba a establecerse en el negocio. Él fue quien le diseño su página web, quién le sacó las fotos y programó su perfil un poco melodramático para el rubro pero que a la larga resultó exitoso. Tanto que el camarógrafo no pudo soportarlo, y desapareció dejándole un mensaje suicida en el contestador. Pero así como Ernest no estaba a la altura de los delirios románticos del camarógrafo, tampoco lo estaba el camarógrafo mismo, que después de dejar el  mensaje se arrepintió y no se mató, limitándose a volver a su vida de antes, masturbándose cada tanto frente a la pantalla de su computadora donde aparecía invariablemente la larga y negra figura de Ernest con los ojos vendados, desnudo en diferentes poses y ambientes, con la leyenda al pie, “el hombre de los ojos más tristes del mundo”, e imaginando que Ernest sufría por su muerte. 
Pero el castellano de Ernest no le había permitido entender correctamente el mensaje que el camarógrafo le había dejado en el contestador, y por lo tanto ni siquiera se enteró del fallido suicidio. Para él el camarógrafo había conseguido un trabajo en otro país, y se había marchado sin más. A veces Ernest se sorprendía pensando en él y en sus largos llantos posteriores al sexo, acurrucado bajo su interminable y oscuro abrazo. Con el tiempo tuvo que aceptar que ésa era la reacción habitual de quienes lo contrataban. Desnudos y exhaustos, no tanto por el sexo en sí sino por la omnipresencia turbadora de sus ojos, que aunque cerrados eran incapaces de perder el influjo de su inefable tristeza, se enroscaban sobre sí mismos y se dejaban amansar por su distraída generosidad. 
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Y en el camarógrafo pensaba Ernest, ya en la calle, caminado por Callao, escuchando en su discman un CD de Madonna que éste le había regalado antes de desaparecer. Recordaba su trasnochada sinceridad, la pálida sonrisa que acompañó los primeros billetes junto a la proposición. Ni siquiera en esa primera vez Ernest había sentido rechazo. El sexo era para su cuerpo algo demasiado pequeño, algo que ocurría a una distancia equiparable a los confusos trazados de la cancha de básquet superpuesta a la de voley y a la de hockey sobre patines, a los gritos de los hinchas o las instrucciones del técnico y sus dibujos con tiza sobre el piso. A su manera, Ernest era un iconoclasta. Por eso la aprensión y la ansiedad que sentía mientras se dirigía a la casa de su clienta le resultaban algo novedoso y molesto. Pensó en ella y la comparó con el camarógrafo. Si el camarógrafo era un buen hombre entonces la mujer era una mala mujer. Sin embargo, Ernest sabía que no era así del todo. Luisana Vieytes era una mujer madura y bella, sostenida por sesiones semanales de cama solar, cremas importadas y algunos leves retoques de cirugía. Era bella pero a Ernest sólo le gustaba cuando se desbarrancaba en el llanto. Ernest se sentía culpable de que ése fuera el único momento en que la mujer le gustaba, justo cuando su dolor o lo que fuera se hacía visible, pero no podía evitarlo y muchas veces había tenido que ocultar la excitación que le producía. Con el camarógrafo esto nunca le había pasado. En realidad, sólo le pasaba con Luisana Vieytes. 
Pero la voz de Madonna en sus oídos lo ponía sentimentalmente filosófico, y eso le permitió no prestarle atención a su inquietud. Él era el Cristo negro de “Like a prayer”, aunque nunca había visto el videoclip y se limitaba a creer lo que el camarógrafo tantas veces le había dicho en sus raptos mesiánicos. Ernest era el Cristo negro que descendía de la cruz y paseaba entre la gente el milagro. Y así cruzó las tres avenidas, Corrientes, Córdoba y Santa Fe, mirando desde su confusa y torpe cima espiritual el paso de los autos, los comercios iluminados, los bares llenos, los grupos ruidosos en las veredas. Se sentía poderoso e invisible, aunque eso no tuviera nada que ver con el Cristo negro de Madonna. Pero bastó que justo en el silencio entre tema y tema dos adolescentes que caminaban en dirección contraria le dijeran 
“Chau, negro lindo”, y que después con un desparpajo infantil le enviaran desde sus manos ruidosos besos, para que se le desarmara el misticismo. Cuando pasaron junto a él no se atrevió a darse vuelta por miedo a que lo enfrentaran, y siguió caminando. Todavía abrumado por esta irrupción estaba por cruzar Arenales cuando divisó, a una cuadra, el edificio donde vivía Luisana Vieytes. Ernest siguió avanzando y Madonna siguió cantando en sus oídos y esta vez en lugar de pensar en el Cristo negro pensó en ella bailando y cantando y se excitó. Al llegar a Juncal se detuvo, el edificio se alzaba en la esquina contraria, en diagonal. Luisana Vieytes vivía en un departamento grande y moderno en el último piso. Era un edificio un poco aislado de los otros, algo que a Ernest le producía más vértigo que la altura. Miró la hora, eran las tres y media. Todavía era temprano. Entró en un bar y buscó una mesa desde la que pudiera divisar el departamento de la mujer. Las ventanas visibles y el balcón-terraza estaban a oscuras. Madonna ya no cantaba y Ernest se dijo que tenía que repasar las instrucciones de su clienta. 
También se dijo que no había nada de malo en ser un negro lindo y que todo buen deportista 
sabe dejar todo de lado cuando tiene que entrar a la cancha. 
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Las instrucciones habían sido muy precisas. Ella le dejaría la llave del edificio y de su departamento escondidas en uno de los canteros de la entrada, y él debería entrar sin avisar. La encontraría en la bañera, y allí debería violarla por primera vez. Luego tendría que obligarla a arrastrarse por las habitaciones sometiéndola una y otra vez a diferentes malabares sexuales.  
Finalmente, debía llevarla hasta la cama donde la violaría por última vez. Mientras lo hacía debía ahorcarla. Ernest estaba acostumbrado a todo tipo de pedidos y las exigencias amatorias no le preocupaban, ya que poseía una gran capacidad de resistencia, pero lo que lo hacía sentirse peligrosamente inexperto era el ahorcamiento. Es decir, ¿cómo podía fingirse un asesinato? La muerte no se puede actuar, y eso era lo que no podía resolver. Algo ominoso lo había acompañado desde el llamado telefónico, y ahora comenzaba a tomar forma en su cabeza. Miró por un instante el interior del bar, buscó algo en las sillas y mesas vacías, en las sillas y mesas ocupadas. Sentado en la barra un hombre le palmeaba la espalda a otro, y el barman negaba con la cabeza mientras decía que sí. Ernest se sirvió lo que le quedaba de 7up. 
¿Luisana Vieytes no le habría pedido que la matara de verdad? La idea le pareció absurda, pero no pudo descartarla. Miró un largo rato los ventanales que subían y subían del otro lado de la calle. Tal vez por eso ella siempre lo trataba mal, lo insultaba. Tal vez recién ahora Ernest comprendía lo que ella le pedía desde un principio. La recordó llorando bajo su abrazo, y esta vez le pareció que su llanto era distinto. Era un llanto furioso y no doliente. Sin sorpresa, con la misma naturalidad con la que había enfrentado todos los percances de su vida como si ese fuera el camino correcto, supo, contemplando las ventanas oscuras y últimas del departamento de Luisana Vieytes, que si tenía que hacerlo lo haría. Lo haría porque era ella, y a ella nunca le había negado nada. Aunque en realidad él nunca le había negado nada a nadie. El buen corazón de Ernest era un corazón extraño. 
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A las cuatro menos cinco pagó la consumición y salió a la calle. La noche le pareció más fría y el edificio más alto. Encendió el discman y cruzó. Encontró las llaves entre las macetas y no se tropezó con nadie en el hall del edificio. Estaba oscuro pero no se atrevió a encender la luz, tampoco a tomar el ascensor. Lentamente, a tientas, encaró la escalera. Eran trece pisos, tendría tiempo para pensar, para decidir qué hacer. Sus largas piernas, sin apuro, subían de a dos, de a tres escalones. Su buen estado le permitió no agitarse hasta el cuarto piso mientras Madonna volvía a pecar y a rezar en sus oídos. No escuchar sus propios ruidos, sus pasos de felino formidable, su respiración crecida y el roce de su ropa, le daba cierta impunidad. Era como si en realidad no estuviera subiendo. Como si en verdad fuera el Cristo negro de Madonna, el Cristo invisible. Pero subía, y mientras subía se le hizo presente el rostro frío y 12 exasperado de Luisana Vieytes. Había adquirido una quietud que lo intimidaba. Ella nunca lo había mirado así, como de pronto la imaginaba en el recodo del décimo piso. Sus ojos se torcían en el momento de placer, titilaban en el borde de las cejas entornadas. Antes y después los objetos recibían toda su atención, los billetes que contaba, el vaso de speed o gancia con vodka que ofrecía sabiendo su negativa, la ropa de gigante amontonada o desparramada como 
un espantapájaros desmadejado cuando todo comenzaba, y que a veces la hacía reír mientras él se esforzaba sobre ella. Sólo en le primer encuentro lo había mirado a los ojos y le había dicho en tono burlón “pero mirá vos lo que era la tristeza...”. Si Ernest lo pensaba bien, y eso era lo que estaba haciendo al llegar al piso doce, a ella el sexo parecía dolerle. Y a él le dolía que a ella le doliera. 
El final de la escalera lo sacó de sus pensamientos. Había llegado al último piso y todavía no sabía lo que iba a hacer. Las manos le transpiraban como cuando veinte años atrás le tocó tirar los primeros tiros libres que por supuesto erró (el chasquido de la red en esos casos era una burla, un rasguño). Cuando se detuvo el pasillo en penumbras se le movió. Se apoyó en la pared para no caerse, la repentina quietud lo había mareado. A pesar de que no estaba cansado sentía que había pasado horas subiendo, días. Madonna le hablaba a él y sólo a él, y Ernest pudo repetir lo que ella le decía mientras se encaminaba a la puerta del departamento de Luisana Vieytes. 
Y así, cantando en voz baja, inaudible, giró la llave y de un empujón hizo que la puerta se abriera. La sala estaba a oscuras. Para entrar apagó el discman y se sacó los auriculares como quien se saca el sombrero. Entró despacio, el perfume de Luisana Vieytes le llenó los sentidos. 
Su perfume y su olor que flotaba en el aire tibio de la casa. A la altura en la que se encontraba el departamento, la luz de la calle era el relumbrar de la noche y le daba a los muebles una consistencia hostil. Si Ernest miraba fijo la mesa ratona la veía ennegrecerse cada vez más. La única luz encendida era la del baño, y por la puerta entreabierta se escuchaba el murmullo de la ducha. Ernest se acercó, todavía cantando. Ahora que había apagado el discman su voz le pareció enferma, la voz de un loco que ya no quiere respirar, pero que sí quiere cantar. Sintió el vapor que salía del baño y le acariciaba la cara, y con un suave empujón abrió la puerta lo suficiente para ver la figura desnuda de Luisana Vieytes bajo la ducha a través de la cortina transparente. Ernest ya no cantaba. Ella aún no lo había visto o fingía no haberlo hecho. Tenía la cara vuelta hacia arriba, hacia el agua que caía. Ernest la contempló y se sintió muy triste y muy feliz al mismo tiempo, y tuvo una erección. Pensó en que no sería capaz de hacerlo, en 13 que sí lo sería. A través de la transparencia de la cortina la vio acariciarse el rostro, recorrer su pelo. La vio girar sobre sí misma, una vez y después otra, como en un juego, la cabeza todavía inclinada hacia atrás, el agua cayéndole en la cara. Luego la vio empezar un movimiento que no terminó, la vio resbalarse y caer sin emitir sonido alguno, arrastrando la cortina. Sus brazos se estiraron tratando asirse de algo que no encontró. Fue una caída rápida y sin gracia. Sólo se escuchó el golpe seco de su cabeza sobre el borde de la bañera. Después Ernest la vio quedarse quieta. 
*
Era rubia, pero con el pelo mojado no lo parecía. Era rubia y la inmovilidad también hacía que su pelo se viera más oscuro. Ernest estuvo varios minutos parado en la puerta del baño, sin entender lo que había sucedido. Lo que más lo desconcertaba era que el agua siguiera cayendo. Finalmente entró, se arrodilló y le tocó la cara. Estaba tibia y mojada. Movió una mano delante de sus ojos que no estaban ni abiertos ni cerrados, la pellizco, le tomó el pulso. 
Diligente cerró la ducha, la levantó de donde estaba y la sentó sobre el bidé. Intentó primero secarla un poco, pero su cabeza caía en ángulos dolorosamente imposibles. Se limitó entonces a envolverla en una toalla y la llevó hasta su cama, donde la acostó y la cubrió como si durmiera. No era que Ernest esperara verla despertar parado a un costado de la cama, más alto que nunca, quieto y sin saber qué hacer con sus manos. Esperaba que la escena se superpusiera con otras del pasado para así poder irse dejándola dormida, como siempre lo había hecho. 
Pensó que lo había logrado pero cuando se encaminó hacia la puerta del departamento de pronto se encontró en la cocina. Ernest no quería ir a la cocina pero ya que estaba ahí, abrió la heladera. Por supuesto que no esperaba encontrar su Gatorade Purple Rain, esperaba encontrar la botella de Gancia. Ernest nunca había tomado antes Gancia, por eso no sabía que le convenía mezclarlo con algo. La abrió y tomó del pico un largo trago hasta vaciar una cuarta parte de la botella. Sus ojos, tan desamparados como siempre, brillaron como nunca bajo la luz de la heladera aún abierta. 
Empalagado hasta las lágrimas, volvió a la habitación sin abandonar la botella. Ernest no recordaba cuando había sido la última vez que había llorado, y tampoco intentó hacerlo. Se acostó junto al cuerpo de Luisana y mientras la abrazaba en posición cucharita pensó y pensó. 
¿Cómo había llegado hasta ahí? Recordó el llamado telefónico, el final del partido, la victoria 14 de los Spurs. Se recordó en la calle, las manos en los bolsillos del sobretodo, mirando los autos detenidos y la gente que cruzaba como si no hubiera una palabra para nombrarlos. Pero la pregunta era otra. Cada tanto, tratando de no aflojar el abrazo, volvía a empinar la botella de Gancia. Recordó una tarde de su niñez en Detroit. El sabor picante y dulzón del Gancia se superpuso al del jarabe que su madre le hacía tomar cuando estaba enfermo. No solía acordarse de Detroit. Se vio en su cama con una pelota de básquet que acompañaba su convalecencia. En esa época los ojos tristes no eran los suyos, eran los de su madre. Después de dar el primer trago en falso con la botella vacía, sonrió en la oscuridad. Ernest nunca se había caracterizado por ser comunicativo, y sin embargo en ese momento tuvo necesidad de serlo. Tenía ganas de hablar, cosa rara en él. Tenía ganas de hablar y lo hizo, a pesar de que ahora era doblemente imposible que Luisana lo escuchara (Luisana a secas, porque la nueva situación había inaugurado una intimidad que lo aturdía más que la situación misma). De vez 
en cuando volvía insistir con la botella vacía. A veces hablaba en inglés, a veces en castellano, a veces en ninguno de los dos idiomas. Pero hablara como hablara era como si estuviera cantando una canción de Madonna. Por la ventana de la habitación podía ver los pisos altos de los edificios como si flotaran en la noche. Barcos quietos, absortos, de luces impares, moles negras a punto de mecerse pero sin hacerlo. Ernest no recordaba que hubiera edificios tan cerca. A veces se dormía y sin saberlo continuaba hablando en sueños. Pero no tardaba en despertarse asustado, temiendo que los edificios se le vinieran encima en ese mecerse que no ocurría. Con el paso de las horas tampoco ocurrió el amanecer, y mientras el cuerpo de Luisana se enfriaba y se endurecía bajo su abrazo Ernest continuó hablando. Habló de su época como basquetbolista, de sus emociones, dijo cosas que él ni siquiera sabía que pensaba. Entendió de que se trataba el amor y confundió todo lo demás. La arropó y se arropó, en algún momento fue al baño. Luego volvió a dormirse y volvió a despertarse. ¿Los edificios se habían acercado o se habían alejado? Era raro, todo era raro y él estaba enamorado. Como si fueran palabras suyas dijo, no cantó sino que dijo, “life is a mystery, everyone must stand alone i hear you call my name and it feels like home…”. Después dijo que en dos días los Pistons volverían a jugar contra los Spurs. Dijo que el Gatorade Purple Rain le gustaba más que el Gancia. El día estaba cada vez más lejos y los pisos altos de los edificios, a través del ventanal, parecían custodiar a la noche. 

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