Hoy vi El perfecto asesino (en nuestra
traducción) o Léon: the professional (en
su título original). Una película notable, de 1994, con Jean Reno, Gary Oldman
y una brillante y definitiva Natalie Portman de trece años. La película –me lo habían
advertido- es muy buena, pero de todas formas, ya desde el comienzo, su argumento
me resultó predecible. Entonces cuando terminó, pensé si podría haber otro modo
de narrarla, y sobre todo, de otorgarle otro final, un final menos dramático, pero igual de expresivo. Pensé
en eso, con intermitencias, durante la tarde, mientras pensaba también en Placebo, el libro de José María
Brindisi, que acababa de terminar; uno de los mejores que he leído este año.
Hay coincidencias, pongamos, astrales; a las dos obras llegué tarde; en el caso
de Placebo, un poco menos: se publicó
en 2010. Pero en el caso de El perfecto
asesino, he padecido una demora de casi veinte años. En fin, para bien y
para mal, la vida no tiene ninguna agenda.
Placebo es una
gran nouvelle, que le rinde honor al género donde descolló, entre otros,
Onetti. Y hay algo Onettiano en la novela de Brindisi, no sólo por el paisaje
del Delta, ni por el abyecto Becerra que, a su modo, me recordó a Junta o, si
se prefiere, al Larsen de El astillero.
Lo onettiano puede que pase por una mirada de lo real. Por una posición del
narrador, que presenta con equilibro a un personaje al que deberíamos rechazar
de inmediato, del cual deberíamos despegarnos como lectores, pero que inevitablemente,
nos invita a reconocernos. Y a reconocernos no precisamente en sus costados más
amables.
Placebo
también me hizo pensar sobre el género nouvelle. ¿Cuál es –hoy- la diferencia
entre un cuento largo y una nouvelle?, ¿y entre una nouvelle, o novela breve, y
una novela? En voz alta, y sin entrar en arduas teorizaciones, hoy creo que si en
la novela hay un mundo con voluntad de reemplazo, con intención abierta o
larvada de sustituir la realidad; si la novela nos permite o invita a meternos
en ese mundo y en cierto modo, prescindir e interrogar el otro, el real, en la
nouvelle ese efecto, ese acceso está cerrado. La nouvelle (incluso siendo
bellísima, siendo Los adioses, por
ejemplo, o El extranjero, por qué no)
no tiene esa pretensión. Convive con la realidad; es menos ambiciosa. Y sin
embargo, en esa modestia formal, la nouvelle gana en intensidad. Como si dijera:
no, no te prometo un mundo, pero a cambio te voy a contar una historia
imborrable. Destacando el una. Una
historia. Sin demasiadas digresiones. Es curioso, pero esa reticencia, que
suele incomodarme para leer una novela, no me incomoda para leer una nouvelle.
La idea de contar una historia, que
me parece haragana o escasa para una novela, no me resulta así para una
nouvelle. Así, Placebo nos cuenta la
historia de Becerra. Y para comprender a Becerra, no hace falta una novela de
500 páginas. Hace falta un momento, un momento clave en su vida, con el que
Brindisi nos deja inferir todo el resto.
En
Placebo, a un hombre de cincuenta
años –Becerra- se le está muriendo su mejor amigo. La novela abarca ese tiempo,
los días en que se define la gravedad del estado de su amigo; días en los que
Becerra, por su parte, para amortiguar el dolor o como placebo justamente,
elige tomarse unas vacaciones con su
mujer, en una casa del Tigre. Lo cierto es que la cabeza de Becerra no para. Es
un tormento y una asfixia. Somos juguetes del goce, decía Lacan, y Becerra es
un excelente ejemplo de esa condición. La endeblez del vínculo con su amante,
el pacto de amor irreversible con su mujer, el bienestar y la obligación de sus
negocios, un Audi que parece un búnker o un tanque de guerra, e incluso, la
literatura, su afición a escribir, son todos engranajes y poleas de un mismo
motor que gira a gran velocidad, fallida e incansablemente. Sufrimos con y por
Becerra. Querríamos que haga algo y, sin embargo –y en esto reside tal vez el
gran acierto de Brindisi- sabemos que no se puede hacer nada. Por eso el final
acepta la duplicidad, un poco como El
astillero, y sobre todo como El sur,
de Borges. Caben dos maneras de leerse, una, más novelesca, y otra, un tanto menos
sorprendente o “fantástica”.
Pero
volviendo a El perfecto asesino. Esa
mejor solución de la trama que yo buscaba, después del final de la película, me
hizo pensar en que ese es el don, o la esperanza de la ficción, donde todo es
mejorable, donde cada obra es una versión mejor o peor, distinta, de otra
previa. Donde los temas y las posibilidades son casi infinitas, o tan amplias
como la imaginación de cada autor puede inventar. No corremos con esa suerte en
la vida. Y algo de esto transmite Becerra y, a través de él, la novela de
Brindisi. La vida es bastante opaca, menos
modificable que la ficción; hay menos caminos, o por el contrario, hay demasiados,
para un piloto que es siempre un inexperto y torpe aprendiz. En cierto modo, y
jugando con su título, podríamos decir: la ficción, entonces, también es un
placebo para la vida. Un hermoso placebo, tal vez el más logrado. Una
inspiración, incluso.
Pero
quién sabe. Quien sabe si en esta era de Facebook, un Audi, la imagen de dos
mujeres deslumbrantes al costado de la ruta o de un caballo blanco pudriéndose,
la omisión de no leer lo último que deja un amigo en un sobre cerrado, quién sabe
si ese conjunto de amarras o consuelos, como las pastillas para dormir, el
whisky, la casa en el delta, o una pareja estable y otra apasionada, es decir
los placebos, no sean el grueso, el gran porcentaje de lo que está hecha la
vida. Por eso tal vez, del otro lado esté la literatura, a la que con sólo 100
páginas le basten, para volverse, como Natalie Portman, definitiva y perdurable.
Por Edgardo Scott
Por Edgardo Scott
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