Los Entrópicos de José María Brindisi, comité de lectura del Premio Itaú de Cuento Digital


Todos estos tipos están muertos, dice. 
A mí me parece todo lo contrario: rebosan vitalidad, y hasta se diría que de sus mejillas rosadas, de sus cachetes voluptuosos y su sonrisa infinita, se desprende una especie de ostentación, acaso reprobable, pero que sin duda pone en evidencia una manera apasionada - radical incluso- de abrazarse a la vida sin concesiones. 
Insiste: están todos muertos. Tratan de disimularlo, pero se les nota. Se mienten a sí mismos, o mienten por alguna razón, pero están quebrados, muertos. Disueltos en millones de partículas. 
Son de ultratumba, dice. Es como si sus voces surgieran de ultratumba. 
Qué palabra estúpida, ultratumba. 
La palabrita no importa. 
No le hago caso, aunque después de lo del auto tampoco quiero contradecirlo. Está furioso y apenas puede contenerse. 
Con todo, las voces de los tipos me caen simpáticas. Es cierto que poseen un cantito extraño,lejanamente sincopado -capaz de perturbar a quien tenga oídos sensibles-, pero en miopinión eso los vuelve más amables, o más bien subraya su natural cortesía. El Chino igual está furioso. Pero se desquita con ellos, y eso no es bueno. Lo entiendo, de todos modos; pinchamos dos ruedas en menos de un kilómetro. Después, una camioneta nos revolcó hasta el pueblo y nos acompañó a un taller. No sé qué problema descubrieron entonces en el motor, pero el caso es que ahora nos vemos obligados a esperar, a temer por momentos que todo sea peor de lo que parece, y el tiempo gotea. 
Los de la barra juegan a las cartas con el dueño: me cuesta reconocer a qué. Parece ser cosa de largo estudio y silencios prolongados. Me detengo a mitad de camino, para no interrumpirlos; desvío mi paso hasta la puerta. A lo lejos veo pasar corriendo una nena, preciosa: tendrá diez años, pienso, no mucho más. Después me quedo pensando en que su belleza es casi inverosímil. Y enseguida siento que ese pesimismo va a derrotarme algún día, para siempre. 
En una pausa del juego, me acerco respetuosamente a la barra y pido otra cerveza. Todos sonríen, al unísono; uno me pregunta si quiero unirme a ellos, pero es como si lo hicieran todos. Intento una excusa, pero antes de que pueda articular alguna frase coherente ya repartieron las cartas y están otra vez serios, casi impenetrables. 
Regreso a nuestra mesa. Ahora que lo observo, el Chino está un poco pálido. Le sirvo un vaso de cerveza y lo invito a brindar. No dice nada: supongo que intenta demostrarme que para él ya no existo. 
Le pregunto si se siente bien, de todos modos. 
El Chino es sordo, pero no ciego: sigue mirándolos mitad con asco y mitad con furia; ahora con los labios fruncidos, como si sufriera una especie de implosión. 
Afuera el viento silba con suavidad, pero también con método; después de unas horas es imposible no pensar en él todo el tiempo, no escuchar su murmullo y esperar que regrese una y otra vez, y otra. Es como una caricia, pero una que traspasa la piel y se ciñe al corazón con celo, cubriéndolo por completo. No llegan otros sonidos; la omnipresencia mimosa del viento, de todos modos, hace que después de un rato uno deje de esperarlos. 
Entonces me percato de que en otra mesa, cerca nuestro pero al otro lado de una gruesa columna, un grupo de mujeres cuchichea. Tardo en advertirlo: están todas embarazadas. Todas. Y más o menos todas repiten la misma secuencia: suspiran, se llevan una mano al vientre, lo acarician con dulzura. 
De pronto, uno de los tipos de la barra gira en su banqueta. Mira hacia afuera. Se agacha un poco, como si buscara algo con la vista. Lo encuentra o no. Emite un silbido (un silbido alegre). Después completa el medio giro, hacia donde estamos ubicados nosotros, y al notar que lo estoy observando levanta su vaso. Lo imito, en un gesto mecánico. Él toma un trago o dos, bien largos. Más bien diría profundos. Vuelve a levantar el vaso y se queda así, suspendido. En ningún momento deja de sonreír. 
Vuelvo, no sé cuánto tiempo más tarde, de una especie de letargo, y el tipo sigue ahí, con el brazo en alto, dispuesto a perpetuarse en ese ademán que como ningún otro sintetiza el lado bueno de la vida. La única diferencia es que ahora el aire parece haber tomado una densidad exagerada, redundante casi si se tiene en cuenta que para respirar profundo es preciso, de pronto, tomar impulso y algunas veces volver a arrancar de cero. 
El Chino se quedó dormido; por primera vez lo escucho hablar en sueños, y pese a que no se distinguen las palabras parece como si discutiera con alguien. Pero enseguida se calma. Se acomoda en la silla y cruza los brazos; quizá tiene frío. 
Sobre una mesada, al fondo, un grupo de gigantes - altísimos y morrocotudos los cuatro, todos con delantales blancos y cuchillas titánicas, abominables- se entrevera en los preparativos de un festín horrendo: cada uno limpia un pez (de dimensiones indescriptibles), y parece una especie de duelo, una coreografía, más bien, pensada por un demente, un enfermo, un loco de mierda. No sé porqué imagino a los cuatro cortando las cabezas al mismo tiempo, y las cabezas que ruedan, luego, sin que nadie pueda detenerlas, golpeándose una y otra vez contra las paredes hasta llegar a mis pies. 
Las cabezas retornan, y ruedan: como estribillos fúnebres. 
Allá lejos, en el paraíso, la nena vuelve a pasar. 
Es cierto eso que dicen. Eso de que la belleza, en general, lastima. 
Las cabezas retornan, y ruedan como estribillos fúnebres. 
Decido ir a buscar al mecánico, más que nada por aburrimiento. Apenas me pongo de pie, no obstante, caigo en la cuenta de que el taller queda bastante lejos. Tendría que pedir que alguien me acompañe, y por otro lado hace demasiado calor para intentarlo. 
Igual salgo a tomar un poco de aire. Pienso en dar una vuelta y alejar el fastidio. Ayudar de algún modo a que pase el tiempo. Pero a veces no hay espacio ni para la ilusión. A veces, me digo a mí mismo, el tiempo se torna incorruptible. 
Los gordos continúan con su faena. Hacen magia, en verdad, aún cuando su arte sea nefasto. Los magos trabajan en silencio. O el viento se los devora. 
Estoy harto de todo esto. Cuando trato de levantarme, sin embargo, siento un mareo, leve pero sistemático, insistente, cariñoso se diría: un mareo de esos que llegan y uno ya sabe, instantáneamente, que tardarán un mundo en irse. 
O que no se irán nunca. 
Me siento algo débil, también. No es el calor, y sí, y no es el viento, o sí lo es porque en parte me falta el aire y veo cientos de imágenes simultáneas, y sé de sobra que no soy tan vulgar como para tener alucinaciones. 
El Chino duerme: ahora más pálido, ahora más flaco, flaquísimo. Entonces no se defiende. Una mujer se le sienta encima, lo besa, lo chupa, le agarra los huevos con fuerza y se los exprime, y aunque quiero evitarlo ni siquiera intento moverme. 
Todo retorna y rueda, y los magos enarbolan sus cuchillas, y yo quiero decirle al Chino que es tarde, que nos escapemos: pedirle al menos que se escape él. Después, es como si las fuerzas pacatas y amorfas del universo entero iniciaran un viaje suicida, como si todo se mezclara y tomara otra forma, y a nuestro alrededor los gordos y las embarazadas y los tipos de la barra revientan de plenitud, y el reverso de todo eso son las cabezas de los peces, las cabezas como estribillos fúnebres, y nosotros dos, nosotros que ahora somos como si fuéramos ellos, en un pasado no tan remoto. 
Entonces ocurre algo extraño: la nena entra al bar y se pone a girar a mi alrededor, da vueltas como si yo fuera un trompo que la obliga a dar vueltas: ella se vuelve cada vez más hermosa y yo no puedo moverme. 
Y lo más bello de todo es que esa debilidad, pienso, me digo a mí mismo aunque no tenga las palabras: esa impotencia me hace feliz. 

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